Para todos los entes que nos marcan
El
mundo exterior corre y gira sin casi notar sus movimientos. No me hace sufrir
el desprecio social de ésta ciudad monstruosa. Aunque debo confesar que me
agrada deambular mientras perdura la noche, mirando las luces y las personas sombrías
moviéndose dentro de los callejones.
Sólo
Armando es mi amigo: un buen tipo con el que comparto mi convivencia en un lugar
oscuro, cerrado y desordenado. Armando es muy sociable y le gustan las fiestas.
A veces lo acompaño, pero prefiero quedarme en la vivienda y tocar guitarra en
medio de la oscuridad y el caos. Cuando toco se aumenta mi pesar y mi tristeza
ante el recuerdo de un suceso que no puede repetirse. Me enfermo de nostalgia y
recuerdo esos ojos negros, esas líneas de la cara tan blanca, como nunca pensé
que una piel humana podía ser. Y recuerdo la sensación roja y emocionante que
ella me trajo.
Esa
noche Armando se fue. Me invitó a marchar con él, pero yo deseaba dejarme ser
un rato por los acordes y melodías de la Escorpión, mi guitarra de entonces. Me
recosté sobre el sofá con la guitarra en brazos y el tiempo se deshizo. Cuando
cerré los ojos, las manos seguían el ritmo de ella. No estaba en mí detenerlo,
así como no estaba en mí darme cuenta de lo que ocurría en la oscuridad de mi
casa. Yo era la Escorpión.
Cuando
decidió detenerse puede abrir los ojos y darme cuenta de la abismal negrura que
nos envolvía. Me tomó unos segundos tomar conciencia de que no había nada a mi
alrededor. Temí como nunca; ni aun cuando vivía en la calle había sentido tal
temor. Me amordazó una fuerte opresión a mis sentidos.
Más
temía permanecer inmóvil. Sin soltar a la Escorpión comencé a caminar, pero al
dar un paso me falló el equilibrio. Sentí la desorientación: después de todo
caminaba a ciegas. No caí pero sí titubeé. Caminaba titubeando. Extendí el
brazo izquierdo para guardar el poco equilibrio que quedaba y con el brazo
derecho sostenía con firmeza a mi compañera. Temí que ella desapareciera como
el resto de la casa; el resto del mundo; del Universo mismo.
“¡Armando!”,
grité varias veces, pero mi voz se perdía en la oscuridad. No tengo medida de
cuánto anduve, pero en un momento repentino, ante mi miedo de que aquel estado
fuera eterno, una luz brilló en alguna dirección sin identificación. Me detuve
y la luz se agrandó. Me cegó por un momento y mis ojos no pudieron evitar
cerrarse.
La
Escorpión cambió de consistencia: era un cuerpo humano sutil. Me dio la
impresión acertada de una mujer menuda. Abrí los ojos y me percaté de que bajo
el brazo sujetaba una criatura extraña, vestida de holgadas ropas de un
predominante rojo con algunos destellos blancos y líneas negras. En la cabeza
lucía un gorro rojo de tres puntas: en cada una de ellas un cascabel plateado.
La
solté sobresaltado. Ella sujetaba a la Escorpión abrazándola. Miré su rostro
blanquísimo; en él unas líneas verdes parte de su piel, dibujaban una flor
debajo de sus ojos, en toda la extensión de sus mejillitas. Esos ojos eran
imposibles. Parecía que la inconmensurable oscuridad de hacía un instante se
concentraran en dos puntos: el iris de sus ojos. Era hermosa.
“¿Quién
eres?”, dije tomando una de sus mejillas. Muy suave, muy fría. Tan distante,
tan profunda. Ella me fascinó.
Su
rostro me connotó tristeza. Me miraba a los ojos cuando de la nada surgió una
sutil sonrisa. Tomó mi mano y caminamos sobre un charco, el cual, con cada uno
de los pasos andados, creaba ondas blancas que se expandían al horizonte
infinito. Así llegamos a una isla de lisas texturas y allí nos sentamos. Ella
no hablaba pero sé que entendía mis palabras.
Sentados
allí perdí la noción de los espacios sucesivos. Me perdí en sus ojos; me fui en
las líneas de su cara. Entonces se abrazó a la Escorpión y esa es la imagen que
aparece con mayor constancia en mi consciente y subconsciente.
“¿Quieres
que te enseñe a tocarla?”, le pregunté. Ella negó con la cabeza y en seguida se
acomodó la guitarra sobre sus piernas. Ya sabía tocar. Condujo para mí una
pieza única. Me transporté a la belleza del cielo nocturno. Llegó a mi vigilia
la divinidad del Universo. Me rodeaban miles de puntos brillantes, estrellas
lejanas de colores, muchos colores, detrás una negrura espacial que abarcaba el
todo. Nunca otra melodía me ha conducido a la mitad del Cosmos, una melodía que
solo tengo en mis recuerdos.
Al
terminar la pieza, ella se levantó y se inclinó sobre mí para darme un beso en
la mejilla. Tan frío, tan suave. Con eso se fue alejando, lentamente y abrazada
de la Escorpión. Me afligí al verla marchar, pero no me pude mover. A cierta
distancia dio vuelta y levantó el brazo en señal de despedida. Me recosté
pensando en el Universo; luego en sus ojos abismales, y así me quedé dormido.
Desperté
cuando Armando entró en casa. Luego suspiré al darme cuenta de que la Escorpión
ya no estaba en el lugar.
“¿Qué
pasa?” preguntó Armando al escucharme.
“Mi
guitarra se ha marchado y la voy a extrañar”.
Y
así, llegando a estos días igual de sombríos que aquellos, aun la sigo
extrañando.
Por Aouda Frog