miércoles, 20 de noviembre de 2013

Escorpión y Cascabel

Para todos los entes que nos marcan

El mundo exterior corre y gira sin casi notar sus movimientos. No me hace sufrir el desprecio social de ésta ciudad monstruosa. Aunque debo confesar que me agrada deambular mientras perdura la noche, mirando las luces y las personas sombrías moviéndose dentro de los callejones.

Sólo Armando es mi amigo: un buen tipo con el que comparto mi convivencia en un lugar oscuro, cerrado y desordenado. Armando es muy sociable y le gustan las fiestas. A veces lo acompaño, pero prefiero quedarme en la vivienda y tocar guitarra en medio de la oscuridad y el caos. Cuando toco se aumenta mi pesar y mi tristeza ante el recuerdo de un suceso que no puede repetirse. Me enfermo de nostalgia y recuerdo esos ojos negros, esas líneas de la cara tan blanca, como nunca pensé que una piel humana podía ser. Y recuerdo la sensación roja y emocionante que ella me trajo.

Esa noche Armando se fue. Me invitó a marchar con él, pero yo deseaba dejarme ser un rato por los acordes y melodías de la Escorpión, mi guitarra de entonces. Me recosté sobre el sofá con la guitarra en brazos y el tiempo se deshizo. Cuando cerré los ojos, las manos seguían el ritmo de ella. No estaba en mí detenerlo, así como no estaba en mí darme cuenta de lo que ocurría en la oscuridad de mi casa. Yo era la Escorpión.

Cuando decidió detenerse puede abrir los ojos y darme cuenta de la abismal negrura que nos envolvía. Me tomó unos segundos tomar conciencia de que no había nada a mi alrededor. Temí como nunca; ni aun cuando vivía en la calle había sentido tal temor. Me amordazó una fuerte opresión a mis sentidos.

Más temía permanecer inmóvil. Sin soltar a la Escorpión comencé a caminar, pero al dar un paso me falló el equilibrio. Sentí la desorientación: después de todo caminaba a ciegas. No caí pero sí titubeé. Caminaba titubeando. Extendí el brazo izquierdo para guardar el poco equilibrio que quedaba y con el brazo derecho sostenía con firmeza a mi compañera. Temí que ella desapareciera como el resto de la casa; el resto del mundo; del Universo mismo.

“¡Armando!”, grité varias veces, pero mi voz se perdía en la oscuridad. No tengo medida de cuánto anduve, pero en un momento repentino, ante mi miedo de que aquel estado fuera eterno, una luz brilló en alguna dirección sin identificación. Me detuve y la luz se agrandó. Me cegó por un momento y mis ojos no pudieron evitar cerrarse.

La Escorpión cambió de consistencia: era un cuerpo humano sutil. Me dio la impresión acertada de una mujer menuda. Abrí los ojos y me percaté de que bajo el brazo sujetaba una criatura extraña, vestida de holgadas ropas de un predominante rojo con algunos destellos blancos y líneas negras. En la cabeza lucía un gorro rojo de tres puntas: en cada una de ellas un cascabel plateado.

La solté sobresaltado. Ella sujetaba a la Escorpión abrazándola. Miré su rostro blanquísimo; en él unas líneas verdes parte de su piel, dibujaban una flor debajo de sus ojos, en toda la extensión de sus mejillitas. Esos ojos eran imposibles. Parecía que la inconmensurable oscuridad de hacía un instante se concentraran en dos puntos: el iris de sus ojos. Era hermosa.

“¿Quién eres?”, dije tomando una de sus mejillas. Muy suave, muy fría. Tan distante, tan profunda. Ella me fascinó.

Su rostro me connotó tristeza. Me miraba a los ojos cuando de la nada surgió una sutil sonrisa. Tomó mi mano y caminamos sobre un charco, el cual, con cada uno de los pasos andados, creaba ondas blancas que se expandían al horizonte infinito. Así llegamos a una isla de lisas texturas y allí nos sentamos. Ella no hablaba pero sé que entendía mis palabras.

Sentados allí perdí la noción de los espacios sucesivos. Me perdí en sus ojos; me fui en las líneas de su cara. Entonces se abrazó a la Escorpión y esa es la imagen que aparece con mayor constancia en mi consciente y subconsciente.

“¿Quieres que te enseñe a tocarla?”, le pregunté. Ella negó con la cabeza y en seguida se acomodó la guitarra sobre sus piernas. Ya sabía tocar. Condujo para mí una pieza única. Me transporté a la belleza del cielo nocturno. Llegó a mi vigilia la divinidad del Universo. Me rodeaban miles de puntos brillantes, estrellas lejanas de colores, muchos colores, detrás una negrura espacial que abarcaba el todo. Nunca otra melodía me ha conducido a la mitad del Cosmos, una melodía que solo tengo en mis recuerdos.

Al terminar la pieza, ella se levantó y se inclinó sobre mí para darme un beso en la mejilla. Tan frío, tan suave. Con eso se fue alejando, lentamente y abrazada de la Escorpión. Me afligí al verla marchar, pero no me pude mover. A cierta distancia dio vuelta y levantó el brazo en señal de despedida. Me recosté pensando en el Universo; luego en sus ojos abismales, y así me quedé dormido.

Desperté cuando Armando entró en casa. Luego suspiré al darme cuenta de que la Escorpión ya no estaba en el lugar.

“¿Qué pasa?” preguntó Armando al escucharme.

“Mi guitarra se ha marchado y la voy a extrañar”.

Y así, llegando a estos días igual de sombríos que aquellos, aun la sigo extrañando.

Por Aouda Frog

miércoles, 13 de noviembre de 2013

"Ya tenemos cerebro comprado"

Juntos de la mano andaban Daniel y Luz. Besitos de Luz, abrazos de Daniel. Llegaron a casa, se sentaron en la cocina y aceptaron una taza de café de Marinera.

Daniel dijo:

–Amor, ya tengo tu cartel y las invitaciones, sólo falta imprimirlas.

–¿Y la presentación?

–Ya merito te la tengo lista.

–Oye, quiero una lona impresa para mis uñas.

–Al ratito vemos eso.

Marinera los miró. Quién sabe qué pensaba. Lo más probable es  que se retiró por temor a molestar a los novios. Se acostó desganada aunque no podía dormir. Daniel y Luz solos en la cocina discutían la lona impresa para las uñas.

Después de las muestras intensas de cariño, Daniel se marchó a su casa. Luz se sentó en la cocina y miraba la nada. Marinera pasó por un vaso de agua y al ver a Luz con su cara de infinita reflexibilidad le preguntó:

–¿Todo bien?

Luz solamente respondió:

–Ya tenemos cerebro comprado.


No había nada que responder, quedaba todo muy claro.

Por Aouda Frog