El siguiente cuento es una colaboración especial de Goodface
Una
tras otra, el desfile de pesadillas va consumiendo las noches de Alfredo, infeliz
niño en los albores de la pubertad. Apenas duerme escaso tiempo abrazado de él
mismo. Un menguado títere baila en un sitio tan oscuro como un callejón con una
única fuente de luz rojiza. Alfredo nunca se puede olvidar de la horrorosa cara
amorfa de aquel ser danzante, movido por algunas manos invisibles.
Después
el lugar se va quedando sin luz hasta atenuarse tanto que la negrura invade al perturbado
consciente del niño. Un rostro surge con una inmediatez sorprendente hasta para
el más frío de corazón, una cara con la misma sonrisa cruel como atroz es la
danza del muñeco oscilante de un arriba inconcebible. Pero es un rostro humano,
o más bien, lo humano es lo símil a éste personaje. Alfredo se hace creer que
es del Diablo aquella faz de inconmensurable gesto, dientes de un albo
imposible. A la abuela se le olvidó mencionar esa dentadura en el temido ente.
Con
una sucesiva notoriedad el semblante del chiquillo se ensombrece. Ojos
aboyados, boca nublada, su figura es una piltrafa. Una mañana la abuela surge
de la cocina y lo vislumbra en el comedor: un fantasma sentado a la mesa
mirando el vacío. Su reacción es de susto y emana de su boca un “¡Ay Dios!”. Se
tranquiliza cuando la visión espectral toma la forma de su nieto.
–Ay mi niño, me asustaste. – dijo la abuela con entonación
dulce. De inmediato coge una silla para apostarla junto a él y sentarse, –Alfredo,
no te ves muy bien. Pareces enfermo. ¿Cómo te sientes?
–Abuela, le tengo miedo a la noche y no
puedo dormir.
–¿Por
qué?
–Porque
Él viene, y no lo soporto; baila y se burla de mí; quiere que baile con él.
–Pero,
¿De qué estás hablando?
–Ha
venido el Diablo a verme, abuela.
Escuchada
tal declaración la abuela se sobresalta. Heladas alteraciones fluyen
atravesando su cascado cuerpo. Dedica una espaciosa mirada a Alfredo y apretuja
sus propias manos arrugadas. La abuela se forma en seguida una maquinal
cavilación y declara:
-Hijo,
solo fue una pesadilla mi niño. Pronto verás que no es nada.
-Diario
viene abuela. Yo prefiero no dormir, porque Él viene todas las noches a burlarse
de mí y si me duermo me colgará para siempre; y bailaré para siempre.
La
cara de la abuela es ahora un rostro donde la angustia hace su fiesta, y las
sombras cruzan debajo de las cejas apoderándose de la hondonada donde sus ojos
secos descansan, cruzados por ríos carmines. “¡Oh mi pobre Alfredo!”, le grita
el sentimiento amoroso moviéndose más allá de la compasión.
-¿Desde
cuando tienes esas pesadillas?
-Desde
que se secaron tus flores.
Asustada
la anciana mujer se desorienta. Su mano flácida cubre mecánica su boca cuando
su vista es atraída por las mejillas del infante: dos oscuridades huecas. Los
ojos de la criatura alterados en un abismo.
-Hijo,
ya no pienses en eso. Mejor ponte a comer, luego vamos a caminar al parque y te
compro una paleta. Pero deja de pensar en eso.
Vana
la esperanza de la abuela: Alfredo no toma siquiera una cucharada. Hasta ese
momento, en aquel día, la anciana encuentra la mirada perdida del niño. El infante
guía su vista hacia el patio atravesando el pasillo. Ella sigue su trayectoria:
las flores están frondosas, es usual en los ancianos que se dediquen a cuidar
de sus jardines. Y en la mente desgastada de la señora se rebobina la débil voz
de Alfredo apagada por el cansancio “desde que se secaron tus flores”.
***
–Vamos
al teatro, mi niño.
La
feria anual se levanta con su remolino de luces y sonidos. Algunos se
entienden, otros no importan y los más se distorsionan por el entrecruzamiento
y la distancia. Gente y polvo. Rostros que se mueven hacia todas direcciones acompañados
de sus respectivos cuerpos. Un olor general formado por los aromas de un gran
número de puestos de comida. La feria popular allí está, dejando que sus
concurrentes fluyan. Que lleguen y se marchen; otros vengan y se vayan.
El
cielo nocturno expande su belleza cósmica. Desde abajo no se admira, pero unos
metros sobre la tierra volátil, polvorienta, donde las luces de la fiesta del
pueblo dejan de significar, pueden admirarse las estrellas y la luna menguante.
Pero a los mortales que atraviesan el lugar poco les importa la belleza generada
por lumínicas formas espaciales. Tan solo se marcha en el intento de romper con
la misma vida de diario, la misma gente de siempre.
Y
entre ese bullicio incesante, camina Alfredo ceñido de la mano de la abuela
cuyos pasos van arrastrándose uno tras otro, con cansancio. Ni toda la belleza
estelar, o las voces del lugar, tampoco las luces que suben y bajan, podrían conjuntarse
con la desolación que la figura de la anciana y el niño proyectan. Raquíticos ambos,
con movimientos fatigados, rostros sombríos… un conjunto decadente.
Y
la avenida de la lona. El teatro se alza ante el dúo. Un gran toldo azul y algo
que alguna vez fue blanco, antes de que el polvo se encargara de absorber la
tonalidad, se levanta aluzado por verdes, rojos, amarillos y violetas. Prenden
y se apagan intercaladamente. Algo tiene aquel lugar que oprime el ánimo.
Alfredo se inmersa en una inquietud sin acertar a comprenderla. Un mareo
recorre su cuerpo desnutrido y flácido. Traspasa la entrada y en toda dirección
avista una gran cantidad de rostros enormes, sonrientes. Todos ríen, y esas
caras monstruosas lo acechan. Se mofan de él y de la abuela. Una chica cercana
a ellos señala el rostro del pequeño agitando el brazo sin detener la risa.
¡Cabello más opaco! ¿Por qué la abuela no hace nada?
Entonces
lo ve entre el huracán de risotadas humanas: es aquel que identifica como el
Diablo, pero ahora no se ríe, ni siquiera muestra expresión alguna. Sus ojos
están perdidos y es helado. Alfredo vibra entero, expresión típica de los
cuerpos comprimidos por el horror.
Espasmos
insoportables y el vómito comienza. Una avalancha de algo sabor ácido sale de
su interior escaso de nutrientes. El dolor del vientre al pecho fluye de igual
forma. La criatura no puede ver nada en medio de la oscuridad. No puede mirar a
su abuela llorando de miedo, uniendo sus manos y rezando con insoportable
súplica. Es incapaz de observar a la gente conmocionada en derredor de él. Tan
solo siente la negrura invasiva y el dolor del vientre al pecho.
Y
de la nada surge una luz rojiza de un arriba no concebido. Adelanta un paso la
marioneta. Estambre es su cuerpo, el rostro no se distingue. De lleno se procura
luz y un de pronto interrumpe la lentitud: el baile eterno, los pasos de cada
noche, el dolor del ser aquel que danza y se mueve oscilante a la voluntad de
un quién sabe quién. Ese rostro sin forma manifiesta dolor apagado por fatiga.
Cansado de dolor baila lastimado por el agotamiento. Triste.
Alfredo
llora. Se arrodilla sobre su vómito y se cubre la cara. “¡No quiero ver más!
Bailaré contigo si quieres”.
Goodface :)