lunes, 26 de mayo de 2014

Un poco de calmado andar

Caminando entre los monumentales fríos la tragó un mar de adoquines. Se sentaba a respirar en las escaleras. Fue cansado ese viaje, escuchar todo el tiempo esa calavera verde a su oreja izquierda... y a la perlita de su derecha. ¿A cuál de las dos hacer caso?

     Lo más ridículo del drama fue vivido en una antigua ciudad, aquella atrapada en frívolos edificios, no por ello poco bellos. Absorbieron el movimiento de Espíritu Inquieto, tan sólo le dejaron un leve andar. Y en esa tranquilidad no más inquieta, se encontraron.

     ¿Otra vez estás triste?

Goodface

Postración

El siguiente cuento es una colaboración especial de Goodface
Una tras otra, el desfile de pesadillas va consumiendo las noches de Alfredo, infeliz niño en los albores de la pubertad. Apenas duerme escaso tiempo abrazado de él mismo. Un menguado títere baila en un sitio tan oscuro como un callejón con una única fuente de luz rojiza. Alfredo nunca se puede olvidar de la horrorosa cara amorfa de aquel ser danzante, movido por algunas manos invisibles.
Después el lugar se va quedando sin luz hasta atenuarse tanto que la negrura invade al perturbado consciente del niño. Un rostro surge con una inmediatez sorprendente hasta para el más frío de corazón, una cara con la misma sonrisa cruel como atroz es la danza del muñeco oscilante de un arriba inconcebible. Pero es un rostro humano, o más bien, lo humano es lo símil a éste personaje. Alfredo se hace creer que es del Diablo aquella faz de inconmensurable gesto, dientes de un albo imposible. A la abuela se le olvidó mencionar esa dentadura en el temido ente.
Con una sucesiva notoriedad el semblante del chiquillo se ensombrece. Ojos aboyados, boca nublada, su figura es una piltrafa. Una mañana la abuela surge de la cocina y lo vislumbra en el comedor: un fantasma sentado a la mesa mirando el vacío. Su reacción es de susto y emana de su boca un “¡Ay Dios!”. Se tranquiliza cuando la visión espectral toma la forma de su nieto.
–Ay  mi niño, me asustaste. – dijo la abuela con entonación dulce. De inmediato coge una silla para apostarla junto a él y sentarse, –Alfredo, no te ves muy bien. Pareces enfermo. ¿Cómo te sientes?
–Abuela, le tengo miedo a la noche y no puedo dormir.
–¿Por qué?
–Porque Él viene, y no lo soporto; baila y se burla de mí; quiere que baile con él.
–Pero, ¿De qué estás hablando?
–Ha venido el Diablo a verme, abuela.
Escuchada tal declaración la abuela se sobresalta. Heladas alteraciones fluyen atravesando su cascado cuerpo. Dedica una espaciosa mirada a Alfredo y apretuja sus propias manos arrugadas. La abuela se forma en seguida una maquinal cavilación y declara:
-Hijo, solo fue una pesadilla mi niño. Pronto verás que no es nada.
-Diario viene abuela. Yo prefiero no dormir, porque Él viene todas las noches a burlarse de mí y si me duermo me colgará para siempre; y bailaré para siempre.
La cara de la abuela es ahora un rostro donde la angustia hace su fiesta, y las sombras cruzan debajo de las cejas apoderándose de la hondonada donde sus ojos secos descansan, cruzados por ríos carmines. “¡Oh mi pobre Alfredo!”, le grita el sentimiento amoroso moviéndose más allá de la compasión.
-¿Desde cuando tienes esas pesadillas?
-Desde que se secaron tus flores.
Asustada la anciana mujer se desorienta. Su mano flácida cubre mecánica su boca cuando su vista es atraída por las mejillas del infante: dos oscuridades huecas. Los ojos de la criatura alterados en un abismo.
-Hijo, ya no pienses en eso. Mejor ponte a comer, luego vamos a caminar al parque y te compro una paleta. Pero deja de pensar en eso.
Vana la esperanza de la abuela: Alfredo no toma siquiera una cucharada. Hasta ese momento, en aquel día, la anciana encuentra la mirada perdida del niño. El infante guía su vista hacia el patio atravesando el pasillo. Ella sigue su trayectoria: las flores están frondosas, es usual en los ancianos que se dediquen a cuidar de sus jardines. Y en la mente desgastada de la señora se rebobina la débil voz de Alfredo apagada por el cansancio “desde que se secaron tus flores”.
***
–Vamos al teatro, mi niño.
La feria anual se levanta con su remolino de luces y sonidos. Algunos se entienden, otros no importan y los más se distorsionan por el entrecruzamiento y la distancia. Gente y polvo. Rostros que se mueven hacia todas direcciones acompañados de sus respectivos cuerpos. Un olor general formado por los aromas de un gran número de puestos de comida. La feria popular allí está, dejando que sus concurrentes fluyan. Que lleguen y se marchen; otros vengan y se vayan.
El cielo nocturno expande su belleza cósmica. Desde abajo no se admira, pero unos metros sobre la tierra volátil, polvorienta, donde las luces de la fiesta del pueblo dejan de significar, pueden admirarse las estrellas y la luna menguante. Pero a los mortales que atraviesan el lugar poco les importa la belleza generada por lumínicas formas espaciales. Tan solo se marcha en el intento de romper con la misma vida de diario, la misma gente de siempre.
Y entre ese bullicio incesante, camina Alfredo ceñido de la mano de la abuela cuyos pasos van arrastrándose uno tras otro, con cansancio. Ni toda la belleza estelar, o las voces del lugar, tampoco las luces que suben y bajan, podrían conjuntarse con la desolación que la figura de la anciana y el niño proyectan. Raquíticos ambos, con movimientos fatigados, rostros sombríos… un conjunto decadente.
Y la avenida de la lona. El teatro se alza ante el dúo. Un gran toldo azul y algo que alguna vez fue blanco, antes de que el polvo se encargara de absorber la tonalidad, se levanta aluzado por verdes, rojos, amarillos y violetas. Prenden y se apagan intercaladamente. Algo tiene aquel lugar que oprime el ánimo. Alfredo se inmersa en una inquietud sin acertar a comprenderla. Un mareo recorre su cuerpo desnutrido y flácido. Traspasa la entrada y en toda dirección avista una gran cantidad de rostros enormes, sonrientes. Todos ríen, y esas caras monstruosas lo acechan. Se mofan de él y de la abuela. Una chica cercana a ellos señala el rostro del pequeño agitando el brazo sin detener la risa. ¡Cabello más opaco! ¿Por qué la abuela no hace nada?
Entonces lo ve entre el huracán de risotadas humanas: es aquel que identifica como el Diablo, pero ahora no se ríe, ni siquiera muestra expresión alguna. Sus ojos están perdidos y es helado. Alfredo vibra entero, expresión típica de los cuerpos comprimidos por el horror.
Espasmos insoportables y el vómito comienza. Una avalancha de algo sabor ácido sale de su interior escaso de nutrientes. El dolor del vientre al pecho fluye de igual forma. La criatura no puede ver nada en medio de la oscuridad. No puede mirar a su abuela llorando de miedo, uniendo sus manos y rezando con insoportable súplica. Es incapaz de observar a la gente conmocionada en derredor de él. Tan solo siente la negrura invasiva y el dolor del vientre al pecho.
Y de la nada surge una luz rojiza de un arriba no concebido. Adelanta un paso la marioneta. Estambre es su cuerpo, el rostro no se distingue. De lleno se procura luz y un de pronto interrumpe la lentitud: el baile eterno, los pasos de cada noche, el dolor del ser aquel que danza y se mueve oscilante a la voluntad de un quién sabe quién. Ese rostro sin forma manifiesta dolor apagado por fatiga. Cansado de dolor baila lastimado por el agotamiento. Triste.
Alfredo llora. Se arrodilla sobre su vómito y se cubre la cara. “¡No quiero ver más! Bailaré contigo si quieres”.
Goodface :)