jueves, 25 de diciembre de 2014

La rana soñadora

Una temporada me fui a vivir al pantano donde conocí a una pequeña que detestaba el aire puro de primavera. Era una linda rana verde de ojos grandes; los entornaba de vez en cuando para mirar su alrededor. Como no le gustaba nada de lo que veía, regresaba a un rincón detrás de un muro hecho con hojas caídas pegadas con lodo. Allí se escondía durante varios días.
Me pareció simpática cuando la vi por primera vez en medio de un lirio; entonces me acerqué a preguntar su nombre. No quiso dármelo. Pensé que sería porque no me conocía; decidí darle el mío primero. Ni así quiso decirme cómo se llamaba. Luego supe que se le conocía como Mauri Linda. Es un nombre chistoso, ¿no creen?
La primavera vino poco después de mi llegada. Fue cuando me di cuenta de cuánto le repugnaba a Mauri Linda todo aquel asunto de las flores. A mí me parecía una bonita estación. Las primaveras en el pantano son bellísimas, pues se llena de plantas muy lindas; luego hay algunos hongos brillantes en la sombra. Yo amo el aire limpio del pantano en la estación de las flores.
Intenté convencer a Mauri de lo maravilloso de todo eso, pero ella se ocultó en su muro de hojas con lodo durante tres meses. De manera gradual me di cuenta de que a Linda no le gustaba nada de la Tierra. Es verdad, lo que menos le gustaba eran las cosas limpias, pero ni lo mugroso le gustaba: ni lo bonito, ni lo feo; ni lo bueno, ni lo malo; ni lo inteligente, ni lo de existencia estúpida. No amaba, pero tampoco odiaba.
Muchas criaturas en el pantano la querían de corazón. Era considerada un miembro irreemplazable de la comunidad, aunque a ella no le importaba. Había una en especial: era la pequeña lagartija escurridiza llamada Filomena, quien a veces vestía su piel de un color azul brillante. Cuando Mauri Linda salía de su morada, Filomena la seguía a todas partes. Ella solía decir: “Mauri Linda es la mejor de todas las criaturas vivientes”. Lo decía en frente de ella; lo decía cuando no estaba. Todos en el pantano notábamos la admiración radiante desde sus ojos acuosos. Aunque Mauri también se daba cuenta, tan sólo la miraba con desdén y regresaba a su escondite.
En las ausencias de Mauri Linda, la piel de Filomena se opacaba. Varias veces la vi llorar, aunque se sumergiera en las charcas para ocultarlo. Primero no quise meterme en sus sentimientos, pero era una lagartija muy buena, muy linda, y creció en mí un cariño hacia ella. Un día de verano la llevé a un claro rodeado de juncos para platicar.
Después de horas de llanto inconsolable, la pobre dijo:
–Mauri Linda es la mejor de todas las criaturas vivientes. Quisiera ser lo suficiente digna para ser su amiga.
Fue muy triste aquel lamento. Quien no haya escuchado llorar a una lagartija no sabe qué es la desdicha. Ese fue el impulso que me llevó a donde Mauri se ocultaba. Derribé su muro de lodo y la saqué de la lengua. Ella se molestó mucho, por supuesto, pero no me importó. Le di un gran discurso moral sobre la amistad, el valor de los seres queridos. Hablé por horas sobre la suerte que tenía por ser considerada “amiga” por muchas criaturas en el pantano. Al final le di un sermón de lo mal que estaba tratar con tanto desdén a Filomena, mientras ella la amaba tanto. Cuando terminé, me miró y me dijo con una voz muy linda:
–No creo en lo bueno y lo malo; no pedí la amistad de nadie en este pantano; no tengo la culpa del amor de Filomena, eso es asunto de ella. Pero lo que sí siento es que hayas derrumbado el muro de lodo que construí.
Y me dio un fuerte lengüetazo. Ya que tenía unas manos muy chiquitas, no había otra forma de cachetearme. Regresó para reconstruir el muro caído. Después de eso vi lo infeliz que era la vida en aquel lugar. Todas las criaturas que vivían allí lloraban por todo, sufrían por cualquier cosa. En Otoño e Invierno muchas lagartijas, ranas y sapitos se suicidaban. Entonces entendí la razón de que todos admiraran tanto a Mauri Linda: era inmune a cualquier clase de sentimiento, había llegado a un punto de insensibilidad superior por lo que nunca lloraba, ni podía sentir pesadumbre. Resultaba que los habitantes del pantano estaban enfermos de tristeza.

Los últimos días que estuve en aquel lugar fueron muy trágicos. Hubo un momento en que estuve a punto de contagiarme, cuando Filomena comió un montón de piedritas para terminar con su vida en plena Primavera. Entonces decidí irme, me mudé a un bosquecillo a unas leguas de distancia. No sé qué habrá sido de Mauri Linda, aunque me la imagino en medio de un lirio entornando sus ojos grandes para mirar su alrededor.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Primer capricho de Goya


Francisco de Goya y Lucientes, pintor (1799)
Francisco de Goya

Al pintor le da la luz por la cara, pero deja a su espalda un fondo negrísimo lleno de hambres. No es desdén, aunque parezca, sino más bien una reflexión dolorosa y corrosiva del completo entorno.

jueves, 18 de diciembre de 2014

Desde la casa de los espantos

Tuve un sueño llamado Carcajada. A veces, después de medianoche, me toma la cabeza entre dos manos para hacerla girar hasta marearme. ¿Por qué me lastima si yo no quise traerlo al mundo?, ¿sabe que su fuente y la mía son la misma?
Parí una pesadilla llamada Alimento. Cada mañana, con sangre en los nudillos, mete su puño en mi garganta y canta una canción con mi voz. ¿Le parece gracioso verme vomitar diario?, ¿se da cuenta de que soy su madre y padre?
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No quiero bailar, cantar o reír, por eso iré a la copa de ese olmo, ¿no lo ven?, está en la punta de aquella loma turquesa. Sólo un buen caballo conducido por un jinete diestro puede llegar a ese lugar. Tengo al equino, cuyo nombre es Pastel. Al jinete lo voy a contratar el próximo Domingo de Carnaval, porque únicamente allí se reúnen los mejores de toda la región. Una vez me cuelgue de cabeza sobre alguna rama de mi deseado árbol, no me dañarán más, malagradecidas. Se terminó su melodía hecha de vísceras. Volverán Pastel y su jinete a ésta casa para que lloren de pena, porque ustedes no tienen piernas, no pueden cabalgar, ni siquiera saben moverse.
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Los gemelos gimen: les duele horrores el vientre. Les he dado un té de hierbas malas para que me dejen en paz de una buena vez. Es una lástima haber olvidado que soy su cuerpo también y con ellos me estoy muriendo. De recordarlo, hubiese tenido en cuenta la solución más efectiva: entregarnos a las llamas del horno, allí hay espacio para los tres. Somos una trinidad de vergüenza, por eso muriendo uno se mueren los otros dos.
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Te diré lo que veo cuando cierro los ojos: tu mirada que ve morir su razón. Suplica tu rostro piedad para sanar el alma, pero ella hace mucho que tuvo su último aliento. ¿No te da miedo crucificar ese cadáver?