Por Aouda Frog
Ya no había
más, ni el llanto era posible. Las llamas todo se lo habían llevado. Arrasaron
la totalidad de los seres, consumieron enteras las tristezas y desesperaciones.
Aquel malvado desapareció dejando cenizas a la espalda. Groud, en ese mar ceniciento, hincado, sumía su rostro en las palmas de las manos. Si se atrevía a
echar un vistazo vería los huesos calcinados de su gente. “Su gente”. Desde el
día en que partió ya no era parte de ellos. Pero eran amados: su hermana, su
abuela, todos estaban en lo más profundo de su conciencia. Todos dolían en su
corazón con un peso insoportable.
Sólo el odio
podía mantenerlo. Un fiero sentimiento hacia aquel ser de fuego, destructor de
todo lo bueno sin otro propósito que la confusión misma. “Si no lo mato me ahogaré”,
cruzó por su pensamiento. Entonces sintió en su cintura que unos brazos lo
rodeaban. Era una pequeña que se había logrado salvar. Cinco años tendría.
–¿Qué es lo
que quieres?
Ella lo
miraba y se abrazaba a su cuerpo. “¿Qué debo hacer?”. Groud la abrazó al
ponerse de pie, y al dejar de estar sentado, no pudo evitar ver los esqueletos
de los árboles, sombríos y muertos, de ramajes ásperos, todos ellos como la
tumba de un pueblo entero.
–Debimos
morir con ellos… yo debí morir aquí. ¿Qué nos espera?
Los esperaba
un tumulto de espíritus malignos, los rastros del iniciador del incendio.
Dondequiera que parara éste demonio de fuego, unas criaturas encendidas surgían para
terminar con todo. Rodearon a Groud y alzaron en torno a él sus monstruosos
brazos.
–¡La
montaña, hermanito!
De un brinco
Groud saltó la cerca que formaban los brazos de las animadas llamas. No se
detuvo, fue directo a las faldas de la montaña. Saltaba de árbol en árbol
quebrándoles las ramas. Los animales encendidos arrasaban con la tierra misma.
Tocaban el manto de Groud, no dejaban de acariciarlo. Su cabello, sus zapatos,
casi fueron consumidos, mas Groud logró ir siempre un paso adelante. Al llegar
a la montaña, lo más arduo fue subir.
Hechizó sus
pies, ya sin calzas, y pudo ascender. Un paso tras otro dejando atrás barrancos
y precipicios. Sin voltearse, sin pensar, tan solo un paso después del otro. No
descansó, aun cuando los animales se hubieron consumido entre las vestiduras
incorruptibles de la montaña. No paró hasta llegar a la aldea de los
montañeses.
De rodillas
entró en la primera choza y calló, sin más, con la niña en brazos.
Los
montañeses los rodearon. Tomaron a la niña desmayada y la recostaron en un
lecho. Todos reconocieron a Groud, así que lloraron por su alma llena de culpas.
Sabían que por dentro del desdichado fluían ríos de dolor. Manaban sus lágrimas a lo más
profundo de su centro.
Cuando
despertó miró en torno con sus grandes ojos. Los rostros amigos de los
montañeses lo tranquilizaron. Se hallaba en calma pero el dolor ya nunca
cesaría. Ya no había sueños ni ilusiones, ni la venganza tenía propósito, pero
ahora un asunto oscuro lo llamaba. Se iría al Infierno al morir, pero se llevaría al
ser malvado con él. Allí los dos lucharían por siempre, tal vez.
Una mañana
se le vio mirando el horizonte enrojecido. Maldijo al espíritu de fuego, y al
hacerlo, condenó su propia alma: la ató para siempre con la de su enemigo y marchó para
buscarlo sin decirle a nadie adiós. Voló como en los viejos tiempos y los
habitantes de la montaña lo perdieron de vista tras las nubes.
Una niña del
bosque crecería como hija de las rocas, el fin de los guardianes de la
primavera, el pueblo de los búhos cuyo espíritu pereció convirtiéndose en
cenizas.
Al
mirar a Groud luchar, cualquiera entenderá que hay una enfermedad en su espíritu de la que jamás podrá curarse.